La conciencia y la resistencia por sobre la conveniencia, o el voto en blanco

Este país en el que vivimos es de contrastes, extremos y pasiones. Creo que la historia bien nos lo demuestra en sus distintos periodos y conflictos. Las pasadas y actuales luchas políticas (politiqueras), encarnizadas y viscerales por el poder, han, digamos, tallado nuestro ethos de una forma tal que nos podría parecer hasta extraña, ingenua o imposible otra forma de vida. Suponer, por ejemplo, que lleguemos a trabajar por una idea real y cotidiana de bien común, de diálogo argumentado, de educación analítica y crítica sobre política y ciudadana, de transparencia y respeto a la diferencia, de desacuerdo respetuoso sin revanchismo o de gestión impecable de lo público, está más allá de nuestras coordenadas mentales y emocionales. Pareciera, en fin, que efectivamente estamos condenados a la peste del insomnio y a cien años de soledad. Basta ver las redes sociales o los noticieros para confirmar el hecho. Definitivamente nuestros imaginarios o creencias gobiernan nuestros actos. Y a nosotros nos la ganaron las emociones más primarias.

En la coyuntura política que vivimos y sufrimos por estos días, el país se ha dividido más. El país se ha polarizado aún más. Los revanchismos y extremos resurgen con nuevos ímpetus. De la vieja sangre vuelven a emerger los polos y esquinas del combate. En esencia, las dos opciones que tenemos luego del pasado domingo 27 de mayo son la misma opción con distinto matiz pero, al fin y al cabo, los caudillismos, radicalismos, recelos y desconfianzas, amores y odios, el afán de las asociaciones por conveniencia partidista o tribal, son uno y el mismo. Dicho de otra manera: nada ha cambiado de manera estructural en nuestra forma de entender y de hacer política. Si como dijo en su momento el excandidato Sergio Fajardo, “como se hace política se gobernará”, entonces el panorama se nos torna de castaño a oscuro. Sólo pasar el ojo con cierto detalle a la forma como las dos opciones que quedaron para el próximo 17 de junio han hecho y están haciendo campaña con las consabidas afiliaciones y caudillos a los que se deben, nos dirá que algo está mal, muy mal.

Por los anteriores motivos surge con fuerza una opción distinta. Una opción de conciencia y de resistencia. Una forma activa de decir NO ESTOY DE ACUERDO. Quienes no creemos en ninguna de las dos opciones existentes, quienes creemos que la política se debe hacer desde un inicio y todo el tiempo con ética, transparencia, conciencia, libertad, respeto a la diferencia y que nos mantenemos coherentes con nuestras ideas, más allá de las sumas y las restas –pues la conciencia y la democracia no son un asunto matemático- y más acá de las conveniencias, tenemos la opción del voto en blanco que es un voto de opinión, de ciudadanía autónoma y crítica. Votar en blanco no es un voto perdido sino un voto que expresa una postura distinta y que en el juego mismo de la democracia sienta su precedente, tanto a sí que me pregunto: ¿qué pasaría si ganara el voto en blanco? Otro sería el panorama para nuestro país. Y porque creo en la autonomía crítica y ética de cada ciudadano es que pienso que definitivamente votar en blanco es asumir activamente una opción diferente y nueva, enmarcada en la conciencia, repito, y no en la conveniencia. Así como no comulgo con radicalismos de derecha o de izquierda, tampoco lo hago con la cómoda idea de abandonar las ideas propias porque no ganó “mi candidato”.

Votaré, pues, en blanco. Votaré en blanco por conciencia y no por conveniencia. Siempre pensando y apostándole a una democracia adulta, sin extremos, sin uribismos ni petrismos, revanchismos ni politiquerías. Votaré en blanco bajo el entendido de que la razón, la educación, la transparencia, la ética y las ideas priman por sobre las coyunturas del momento o las rabias de siempre. Votaré en blanco porque aspiro a un país diferente al que heredamos y al que desde una ciudadanía responsable y activa podamos mejorar.

¿QUÉ PAÍS QUEREMOS PARA LAS NUEVAS GENERACIONES DE COLOMBIANOS?

En las pasadas elecciones legislativas nos jugamos la primera carta. La segunda será este domingo. Y la pregunta que nos debe rondar al momento de depositar nuestro voto en la urna será: ¿qué país queremos para las nuevas generaciones de colombianos? ¿Queremos   una país que siga signado por los radicalismos, los extremos, los odios, la irreflexión y la guerra? O, por el contrario, ¿un país que pueda iniciar tránsito hacia la convivencia, el diálogo, la inclusión, la transparencia en la gestión pública y la educación de calidad para todos? Tal es el tamaño de la decisión que tomaremos este domingo. Y la invitación, creo, no es a pensar de manera cortoplacista o según las conveniencias de familia, grupo o tradición, sino más bien a situarnos en perspectiva, a votar dibujando el paisaje que queremos para los próximos años y décadas. A votar pensando no tanto en nosotros como en los niños que se están levantando y en los jóvenes que inician su camino. Por todo esto, las elecciones próximas serán históricas y marcarán el derrotero de lo porvenir en nuestras fronteras.

Flaco favor nos hacen los extremos, ya sean de derecha o de izquierda. Bastante de ello tenemos en nuestra historia. Hoy son grupos con otros nombres, ayer eran Cachiporros y Chulavitas, pero, en esencia, el conflicto es el mismo: odio, sed de venganza (ya sea en nombre del “orden” y la “ley” o de la “reivindicación del pueblo”), radicalismo. Y como los extremos no se juntan y dado que votamos más con las vísceras que con la razón (la ética propuesta por Aristóteles sigue siendo apenas una teoría), pues estamos ante la misma y vieja encrucijada: o “ellos” o “nosotros”, o “paracos” o “guerrillos”. El panorama electoral actual es la muestra tangible de lo que somos, de nuestro ethos, de la intemperancia del carácter que nos gobierna. Más allá de las encuestas y los medios de comunicación– cada uno con sus propios intereses-, de lo que se trata es de pensar con cabeza fría, de analizar eso: ¿qué país queremos para las nuevas generaciones de colombianos? Y guiados por nuestro criterio y no por la conveniencia o el impulso, dejar un voto de conciencia para el futuro de Colombia.

Y si el triunfo llegara a ser de la extrema derecha, posiblemente se radicalice aún más el país, se vaya al traste el Acuerdo de la Habana y la JEP, se unifique (politice más y quiebre) lo poco que queda del sistema judicial, se tire por la borda lo que pueda llegar a ser un acuerdo con el ELN y los “soldados de la patria” (esos hijos de campesinos, de las gentes sin dinero ni influencias políticas, pues los hijos de los más poderosos y adinerados son intocables) vuelvan a ser la carne en el asador para satisfacer las emociones más primarias. Si por el contrario, triunfa la extrema izquierda, igualmente se radicalizará el país. Podrá venir un período de revanchismos, de intentos fallidos sobre economías que nacieron muertas, de soberbias y sobreendeudamientos para proyectos ambiguos. En uno u otro extremo, igualmente, estarán en realidad grupos que ostentan poder y ansias de perpetuarse; aves de rapiña dispuestas a no ceder su presa.

Entonces no es fácil por quién votar. Que nos guíen, ojala, la razón, el equilibrio, la mesura. Pensemos, a solas y por un buen rato, qué persona, grupo y programa puede ser el más cercano al país que queremos para nuestros hijos, nietos y bisnietos. Pensemos quiénes han demostrado con evidencias ser los menos corruptos (porque en política es imposible la absoluta transparencia), quiénes buscan el diálogo como principio de convivencia y la educación como motor del desarrollo. Pensemos si queremos más radicalismo y odio o una sociedad en donde podamos iniciar la senda de la convivencia. Finalmente y con todos los errores, es preferible una sociedad que busca salir de la guerra a una sociedad que insiste en volver a ella.

¿Qué es lo “superior” en la Educación superior?

Biblioteca de la Universidad de Bolonia.

 

No pareciera un despropósito el título que antecede a esta reflexión si no fuese porque, precisamente, en la educación superior en estos tiempos que corren, la reflexión ética y la autonomía intelectual estén pendiendo de un hilo. Dado que ante todo interesan los resultados, el avanzar rápidamente y rápidamente obtener un título para “salir a producir” o mejorar el salario –esto último apenas entendible-, entonces el estudio pausado, la reflexión argumentada y la asunción de principios éticos no vienen a ser prioridades.

Los lemas-símbolos de hoy son: “Rápido que estoy de afán” y “Como sea”. Rápido que estoy de afán es la representación de un tiempo discontinuo, fracturado, de una carrera cortoplacista, loca, sin relevos ni pausas para graduarse y colocarse, para sumarse a la maquinaria del trabajar-producir-consumir-trabajar-producir-consumir…. Por lo mismo, posiblemente, los ritmos didácticos que más se demanden en las aulas sean la variedad, la multiplicidad y la brevedad, tomados de los paradigmas mediáticos. Pero dedicarse, por citar un ejemplo, a leer un libro, a detenerse en lo que dice y lo que quiere decir, o sentarse en silencio a escribir –otro ejemplo- y reescribir, parecen cada vez más cosa del pasado.

Y el Como sea reseña a que no es necesario el “embadurne ético” sino la efectividad y los resultados. Algo así como que mi fin justifica cualquier medio. Por lo mismo, las consideraciones éticas, el balance sobre lo correcto y lo incorrecto, quedan para el cuarto de San Alejo. El Como sea se dice, hace y enseña desde la presidencia de la República con las mermeladas, lo replican muchos de los togados en sus veredictos, no pocos congresistas viven de él con el clientelismo o, para no ir tan lejos, numerosos   profesionales como ingenieros lo  llevan  a cabo con tal de ganar más.

¿Ante este espectro tan complejo y avasallante, qué hacemos las universidades? ¿Acaso no somos los docentes universitarios los primeros en exigir “resultados académicos” (el como sea) sin mediar en los procesos ético e intelectual? ¿El llamar la atención, hacer repetir una actividad o ejercicio, zanjar límites o decir “así no” están en la agenda cotidiana nuestra? ¿O puede más el cumplimiento de los programas? ¿También nos devanamos los sesos por buscar, como sea, didácticas variadas, múltiples y breves? Ahora que lo recuerdo, en mi pregrado tuve el privilegio de escuchar (esa facultad ética y política cada vez más borrosa hoy) a algunos hombres y mujeres que pensaban lo que decían, que pensaban su oficio y meditaban sobre los grandes asuntos de su campo de conocimiento; y sí, creo que aprendí más de ellos que de tanto devaneo actual sobre estrategias innovadoras y activismos efectistas de aula, como si no se estuviera en un salón de clase sino en un recreo de grandes o en un campo de fuegos pirotécnicos. Lo que acaso más necesite hoy eso que llamamos Educación superior sea gente ética, con autonomía intelectual, que piense más, que enseñe a pensar y a argumentar y menos gente con títulos, afanes y exigiendo resultados Como sea… Finalmente, me pregunto, ¿qué es, o qué debería ser, lo “superior” en la educación superior?